sábado, 15 de febrero de 2014

El chico más feliz del mundo.



Con tan solo 13 años dejó, en el corazón de quienes lo conocieron, una de las enseñanzas más significativas: Vivir para y por el otro. Nico, como lo llamaban todos, fue un guerrero de la vida. Peleó una de las batallas más duras que pudieran existir: El cáncer. Y aunque hoy ya no continúa en este mundo, se convirtió en un modelo de inspiración para mucha gente.

“Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar. Hay aromas que me quiero llevar…” con estas palabras se escucha de fondo al gran Fito Páez, interpretando “Brillante sobre el mic”; una canción que inmortaliza incontables remembranzas de Nicolás, porque además, era su canción preferida. Cada tanto, el viento que ingresa por la ventana de la sala principal, arrima una ráfaga perfumada con olor a vainilla; una esencia que se volvió un fiel recuerdo en la casa de Juanita, abuela de Nico, que no puede contener la emoción cada vez que se habla de su nieto.
En la sala hay un piano de madera, bastante añejo, que se convirtió en una especie de rincón santuario. Entre unas figuras del Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen de Itatí y Nuestra Señora de Pompeya, se encuentran cuatro fotografías de él. No es casual que ocupe ese lugar dentro de la casa, ya que Nico es “el ángel de la familia”; e incluso según un sacerdote que lo conoció, también es “un niño santo”. En cada retrato, él sonríe con tanta ingenuidad que, para todo aquel que sabe su historia, se vuelve irremediable contener las lágrimas de tantas sensaciones que pueden surgir en esos instantes.
Ya pasaron poco más de tres años en que Nico dejó en el mundo, el regalo más preciado de todos: su recuerdo perpetuado en el camino de sus seres queridos. Eterna e imborrable será la imagen de aquel pequeño gigante de cachetes prominentes, fanático de River; que jamás renunció a sus principios de ser un chico excepcional. Su inmenso corazón se apiadaba ante el más pequeño ser vivo. Tanta era su humanidad que, en numerosas situaciones, frenaba con un “no mates a la  mosca, ella no te hizo nada y apenas viven pocos días” lo que para él podría convertirse en un desastre.
Fue extraordinaria su capacidad de pensar en los demás. Él decía que había ofrecido su enfermedad a Dios, para que la gente cambie y siempre pensó que uno debía ser feliz, sin importar el sufrimiento. Incluso en sus últimos momentos, jamás dejó de reiterar que “se sentía el chico más feliz del mundo”, porque trataba de sonreír aún en medio de sus dolores. Aunque sabía que con una gaseosa, un poco de papas fritas ‘Lays’ y la compañía de los suyos, también lo era. “Esto si que es vida” repetía en cada uno de esos disfrutes en familia.
En numerosas oportunidades, Nico, con sus molestias de inimaginable intensidad, decidía hacerse a un lado para no preocupar a la gente y poder sumergirse en el más profundo silencio. Cerraba sus ojitos, agachaba su cabeza y con sus manos en la frente, replicando un gesto muy común entre nosotros cuando no soportamos alguna situación, respiraba profundo. De esa manera, él podía sosegar sus dolencias.
“A los 2 años, ya habían indicios de su enfermedad por las manchitas que tenía en su piel y también porque nació pesando mas de 4kg. Pero habíamos decidido esperar” explica muy serenamente Mariel, su mamá. Nicolás transcurrió su infancia entre algunos estudios médicos y momentos nutridos de juegos y sonrisas. La casa de Juanita, “era el punto de encuentro” de un ejército de valientes integrado por sus, en aquel entonces, seis nietos.
Como por arte de magia, el escenario ya no es aquella sala de amplias ventanas y un piano muy peculiar. El espacio es otro: un inmenso y vacío patio techado por hojas en todas sus tonalidades de verde. Tiene un enorme árbol casi en el centro y un extenso camino de cemento blanco que divide el lugar en dos mitades exactas. Incontables siestas de rodillas raspadas y ropa repleta de tierra, fueron las que iluminaron multiplicadas veces este lugar. Hoy, ya sin hamacas ni calesitas, y casi como un paisaje desgastado por energía del viento, se convirtió en un cofre de recuerdos invaluables.
No habrá sido fácil ser niño y pelear ante esta situación. “A partir de una resonancia, supimos que las complicaciones se podían presentar en la adolescencia, con los cambios hormonales. Y también que podía manifestarse de forma variada.” Su enfermedad era particular y sumamente rara, incluso para su mamá, que es médica. Se trataba de numerosos tumores que rodeaban los nervios periféricos de su cuerpo. Médicamente eran operables y daban la impresión de ser benignos.
Fueron muchas cirugías por las que tuvo que pasar, y por ellos fueron muchos también los viajes a Buenos Aires por esa causa. Lo que tenía le causaba mucho dolor; sus tumores se encontraban en lugares tan particulares, que era inevitable no sentir molestia. Pero la fuerza irrenunciable de este guerrero le impedía rendirse ante cualquier malestar; y desde entonces todos los segundos de su vida se convirtieron en la máxima expresión de fe y lucha.
En una tomografía se vio que uno de los dos tumores que tenía que la región abdominal era distinto, más heterogéneo. En julio del 2008, nuevamente ingresaba al quirófano.  “Sólo pudieron extraer la mitad y lo diagnosticaron como maligno. El tumor que tenía Nico era muy infiltrante, y todo órgano con el que esté en contacto se iba malignizando.” En ese momento Mariel, dejó de lado sus dudas sobre esta enfermedad y dedicó tiempo completo a acompañar a su ‘único hijo varón’, como lo llamaba de cariño. “Sabíamos que no existía un tratamiento que lo elimine, pero no perdíamos nada intentando”.
Nicolás sabía lo que tenia, se lo contó su mamá luego de recibir el diagnóstico definitivo. Sin embargo, para él no fue más que otra prueba de fuego a la cual enfrentó con mucha aceptación y valentía. Decía: “Si muchos chicos tienen cáncer, ¿Por qué no voy a tener yo?”. Jamás se enojó con la enfermedad, aunque por momentos tenía ciertos cambios en el humor debido a sus dolores. “En el hospital veía chicos con un cáncer más avanzado, y para él eso era peor mucho peor”. 
Desde aquella operación, en julio, hasta fines de septiembre no regresó a Corrientes. Durante ese tiempo se sometió a duras sesiones de quimioterapia que reducían sus defensas a cero y no le daban posibilidad alguna de pensar en salir de la camilla. Pero si hay algo que el tratamiento jamás pudo hacer, fue arrancarle lágrima alguna o prohibirle alguna risotada cuando la situación lo ameritaba. Este luchador, se convertía poco a poco en un súper-niño calvo, como todo paciente oncológico.
Sus inmensos cachetes iban perdiendo forma y su pelo se caía por mechones, aunque esto no alcanzó a verlo porque su papá llegó a tiempo para raparlo. Crecía sin parar, pero también adelgazaba muy rápido. En sus paseos dentro del hospital, fue un blanco perfecto para los simpáticos payamédicos que le arrancaron más de una carcajada; visitó la cancha de River y conoció a un par de jugadores gracias a una fundación que cumplió sus deseos. Su rostro jamás perdió la pureza del niño que era.

El regalo más preciado
Finalizadas sus sesiones de quimioterapia, había llegado el momento de volver a casa un rato. Y fue así, como una tarde de septiembre, la monotonía exuberante del aeropuerto de la ciudad desapareció unos instantes para convertirse en una fiesta improvisada repleta de sonrisas. Se respiraba alegría por doquier. Nico llegó en la silla de ruedas que lo acompañó hasta lo último, y fue recibido entre un sinfín de lágrimas y abrazos; de esos que derriten hasta el corazón de un glaciar.
Su imagen, para quienes lo habían visto por última vez en julio, era otra: llevaba una remera de River, autografiada por sus ídolos, que le quedaba muy holgada; y una gorra que le había regalado su prima, sin saber que se convertiría en un comodín de su vestuario cotidiano. Estaba muy pálido y débil, se lo notaba cansado. Pero algo en él tenía luz propia. Además de su sonrisa contagiosa; Nico transmitía con su mirada una señal de fortaleza tan maravillosa, que de sólo verlo, uno sentía que realmente valía la pena estar vivo.
Su visita fue corta, no duró más de una semana, pero la intensidad con la que se vivieron esos días fue única e irrepetible. Incluso el aire se hacía menos pesado teniendo su presencia, que llenaba de luz cualquier lugar que pisaba. Nico visitó a sus compañeros del colegio, que lo recibieron con una fiesta cargada de buenas energías y un cariño inmenso. Sus profesores, amigos y sus familiares, e incluso chicos que apenas cruzaban unas pocas palabras con el, deleitaron a todos con las sensaciones gratas que sus rostros experimentaban al verlo.
Pese a la energía vital que se percibieron durante esos días, Nicolás debía regresar a continuar su tratamiento, que consistía en sesiones de radioterapia, un sistema más potente que la quimio. El procedimiento que le realizaron implicó una mayor corrosión de sus defensas; e incluso se notaba que se trataba de un método tan fuerte, que la zona abdominal, tomó un color tostado; cual si fuera un bronceado en forma circular, producto de la forma e intensidad de los rayos que le eran suministrados.
Ya con el pelo un poco crecido, pero estando aún mucho más delgado, Nico emprendió su regreso definitivo luego de pasar casi 5 meses entre el hospital y la residencia donde descansaba luego de su tratamiento oncológico. El regocijo de sus allegados era sumamente increíble, particularmente porque la fe y las expectativas positivas que tenían sobre la situación se enraizaron en la idea de que la pesadilla había terminado. O quizás, solo prefirieron auto convencerse de ello para no emitir micro expresión alguna de tristeza o desazón frente a él.
Las molestias jamás se disiparon. Sin embargo, había algo que aumentaba notoriamente en él: su inmensa fe, a la cual se aferró con mucha fuerza. Numerosas veces contó a sus padres que conversaba con Jesús, por que era amigo suyo. Desde chico siempre quiso tener un don. Decía que Rocío, su hermana, siempre tuvo muchos dones para pintar, estudiar y otras cosas más; y él no tenía ninguno, siquiera para jugar al básquet o al fútbol. Hasta que después de esto que le pasó, le dijo a Mariel: “viste mamá, al final Dios si me dio un don. El de calmar mis dolores”.  
Los meses pasaban y con ellos, los incontables momentos de regocijo junto a Nicolás. Todo parecía efímero, pero ahora no existe nada más que esos eternos recuerdos de una historia que para aquellos que la conocen, vale la pena contar. Nico había generado mucha espiritualidad para consigo mismo y también con sus allegados. Sus últimas conversaciones tenían una fuerte carga de misticismo.
Dos semanas antes de partir, Nico pedía casi todas las noches que lo lleven a pasear. La excusa era perfecta: “hay que disfrutar de la vida”. En esas salidas, adoraba recordar anécdotas de cuando era chico y reírse hasta el cansancio. Luego de esto, tuvo una experiencia muy peculiar con Jesús. “Dijo que vino de blanco y fue el momento más feliz de su existencia. Que ya consiguió la felicidad máxima y que se sentía completo”.
“Una semana antes de fallecer, me preguntó quienes iban al infierno; yo le dije lo que aprendí en el catecismo: - Las personas que tuvieron mal comportamiento en su vida y que nunca se arrepintieron. Pero después siguió: - ¿Quienes van al purgatorio?- Las personas que hicieron cosas malas y se arrepintieron al menos parcialmente. Finalmente, pregunta: - ¿Quienes iban al cielo?- Las personas que se solidarizaron con los demás. Continuó: - ¿Quienes más? - Los buenos. Por último, repregunta: -¿Y quienes más?- Yo estaba cansada y lo primero que se me ocurrió fue decirle: - Los enfermos que sufren muchos dolores y nunca le echaron la culpa a Dios- Nico suspiró de alivio; parece que eso era lo que quería escuchar”.
Esa misma madrugada, Mariel intentó despertarlo para darle su medicación y no pudo. Tenía los signos vitales muy bajos y había entrado en un sueño profundo. “Llamé a los abuelos comentándoles que yo pensaba que podía ser el momento de su partida. Terminé de hablar y se despertó de repente, como si lo hubiesen alzado de la remera. Vio a su papá y a su hermana llorando, y les dice enojado: - ¿Qué es lo que están haciendo arriba mío?”. Sin dudas, no quería verlos tristes; aunque la situación haya sido realmente increíble.
Sus últimos días los pasó en casa. En su agonía de paso en paso, pacientemente pudo  despedirse de casi todos sus seres queridos. “Recuerdo que todo comenzó un martes, justo yo me había quedado a dormir ahí. Esa noche estuvo muy dolorido y antes de dormir pidió a su mamá que me llamara. Cuando entré a la pieza, estaba recostado mirando la tele y me dice ‘Buenas noches prima, suerte’; yo lo abracé y le dije ‘Chau Niquito, que descanses’. Esa fue la última vez que hablé con él”.
Al día siguiente, le avisaron al pediatra que estaba intranquilo y muy quejoso. A partir de entonces, su doctor se hizo cargo del tratamiento que lo acompañó hasta el último suspiro. A partir de entonces no pudo abrir más sus ojos y toda posibilidad de comunicación, se redujo a algunos apretones de mano, en sus momentos de lucidez. La madrugada del viernes su respiración se atenuaba lentamente al igual que sus signos vitales.
El sol se asomaba lentamente por las ranuras de las persianas. Los indicios de que el día estaba hermoso eran más que evidentes. La rutina amanecía junto a una inmensa calma y olor a vainilla en el ambiente. A media mañana, Nico ya se había ido. Su casa recibía poco a poco a los más cercanos, que cargaban con un brillo en sus ojos y cuyos rostros reflejaban la más profunda serenidad. Su sufrimiento había terminado y sólo quedaba una cosa por hacer: aprender a ser feliz aún con el más profundo dolor. Como él.

 
ALEGRÍA INTENSIVA.