Con tan solo 13 años dejó, en el corazón de quienes lo conocieron, una de
las enseñanzas más significativas: Vivir para y por el otro. Nico, como lo
llamaban todos, fue un guerrero de la vida. Peleó una de las batallas más duras
que pudieran existir: El cáncer. Y aunque hoy ya no continúa en este mundo, se
convirtió en un modelo de inspiración para mucha gente.
“Hay recuerdos que no voy a borrar,
personas que no voy a olvidar. Hay aromas que me quiero llevar…” con estas
palabras se escucha de fondo al gran Fito Páez, interpretando “Brillante sobre
el mic”; una canción que inmortaliza incontables remembranzas de Nicolás,
porque además, era su canción preferida. Cada tanto, el viento que ingresa por la
ventana de la sala principal, arrima una ráfaga perfumada con olor a vainilla;
una esencia que se volvió un fiel recuerdo en la casa de Juanita, abuela de
Nico, que no puede contener la emoción cada vez que se habla de su nieto.
En la sala hay un piano de madera,
bastante añejo, que se convirtió en una especie de rincón santuario. Entre unas
figuras del Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen de Itatí y Nuestra Señora de Pompeya,
se encuentran cuatro fotografías de él. No es casual que ocupe ese lugar dentro
de la casa, ya que Nico es “el ángel de la familia”; e incluso según un sacerdote
que lo conoció, también es “un niño
santo”. En cada retrato, él sonríe con tanta ingenuidad que, para todo aquel
que sabe su historia, se vuelve irremediable contener las lágrimas de tantas
sensaciones que pueden surgir en esos instantes.
Ya pasaron poco más de
tres años en que Nico dejó en el mundo, el regalo más preciado de todos: su
recuerdo perpetuado en el camino de sus seres queridos. Eterna e imborrable
será la imagen de aquel pequeño gigante de cachetes prominentes, fanático de
River; que jamás renunció a sus principios de ser un chico excepcional. Su
inmenso corazón se apiadaba ante el más pequeño ser vivo. Tanta era su
humanidad que, en numerosas situaciones, frenaba
con un “no mates a la mosca, ella no te
hizo nada y apenas viven pocos días” lo que para él podría convertirse en un
desastre.
Fue extraordinaria su
capacidad de pensar en los demás. Él decía
que había ofrecido su enfermedad a Dios, para que la gente cambie y siempre
pensó que uno debía ser feliz, sin importar el sufrimiento. Incluso en sus
últimos momentos, jamás dejó de reiterar que “se sentía el chico más feliz del
mundo”, porque trataba de sonreír aún en medio de sus dolores. Aunque sabía que
con una gaseosa, un poco de papas fritas ‘Lays’ y la compañía de los suyos, también
lo era. “Esto si que es vida” repetía en cada uno de esos disfrutes en familia.
En numerosas oportunidades, Nico, con
sus molestias de inimaginable intensidad, decidía hacerse a un lado para no
preocupar a la gente y poder sumergirse en el más profundo silencio. Cerraba sus ojitos, agachaba su cabeza y con sus manos en la frente, replicando un gesto muy común entre nosotros cuando no soportamos alguna situación, respiraba profundo. De esa manera, él podía sosegar sus dolencias.
“A los 2 años, ya habían indicios de su enfermedad por las manchitas que tenía en su piel y también porque nació pesando mas de 4kg. Pero habíamos decidido esperar” explica muy serenamente Mariel, su mamá. Nicolás transcurrió su infancia entre algunos estudios médicos y momentos nutridos de juegos y sonrisas. La casa de Juanita, “era el punto de encuentro” de un ejército de valientes integrado por sus, en aquel entonces, seis nietos.
Como por arte de magia, el escenario ya no es aquella sala de amplias ventanas y un piano muy peculiar. El espacio es otro: un inmenso y vacío patio techado por hojas en todas sus tonalidades de verde. Tiene un enorme árbol casi en el centro y un extenso camino de cemento blanco que divide el lugar en dos mitades exactas. Incontables siestas de rodillas raspadas y ropa repleta de tierra, fueron las que iluminaron multiplicadas veces este lugar. Hoy, ya sin hamacas ni calesitas, y casi como un paisaje desgastado por energía del viento, se convirtió en un cofre de recuerdos invaluables.
“A los 2 años, ya habían indicios de su enfermedad por las manchitas que tenía en su piel y también porque nació pesando mas de 4kg. Pero habíamos decidido esperar” explica muy serenamente Mariel, su mamá. Nicolás transcurrió su infancia entre algunos estudios médicos y momentos nutridos de juegos y sonrisas. La casa de Juanita, “era el punto de encuentro” de un ejército de valientes integrado por sus, en aquel entonces, seis nietos.
Como por arte de magia, el escenario ya no es aquella sala de amplias ventanas y un piano muy peculiar. El espacio es otro: un inmenso y vacío patio techado por hojas en todas sus tonalidades de verde. Tiene un enorme árbol casi en el centro y un extenso camino de cemento blanco que divide el lugar en dos mitades exactas. Incontables siestas de rodillas raspadas y ropa repleta de tierra, fueron las que iluminaron multiplicadas veces este lugar. Hoy, ya sin hamacas ni calesitas, y casi como un paisaje desgastado por energía del viento, se convirtió en un cofre de recuerdos invaluables.
No habrá sido fácil ser niño y pelear
ante esta situación. “A partir de una resonancia, supimos que las complicaciones
se podían presentar en la adolescencia, con los cambios hormonales. Y también
que podía manifestarse de forma variada.” Su enfermedad era particular y
sumamente rara, incluso para su mamá, que es médica. Se trataba de numerosos
tumores que rodeaban los nervios periféricos de su cuerpo. Médicamente eran
operables y daban la impresión de ser benignos.
Fueron muchas cirugías por las que
tuvo que pasar, y por ellos fueron muchos también los viajes a Buenos Aires por
esa causa. Lo que tenía le causaba mucho dolor; sus tumores se encontraban en
lugares tan particulares, que era inevitable no sentir molestia. Pero la fuerza
irrenunciable de este guerrero le impedía rendirse ante cualquier malestar; y
desde entonces todos los segundos de su vida se convirtieron en la máxima
expresión de fe y lucha.
En una tomografía se vio que uno de
los dos tumores que tenía que la región abdominal era distinto, más
heterogéneo. En julio del 2008, nuevamente ingresaba al quirófano. “Sólo pudieron extraer la mitad y lo
diagnosticaron como maligno. El tumor que tenía Nico era muy infiltrante, y
todo órgano con el que esté en contacto se iba malignizando.” En ese momento
Mariel, dejó de lado sus dudas sobre esta enfermedad y dedicó tiempo completo a
acompañar a su ‘único hijo varón’, como lo llamaba de cariño. “Sabíamos que no existía
un tratamiento que lo elimine, pero no perdíamos nada intentando”.
Nicolás sabía lo que tenia, se lo
contó su mamá luego de recibir el diagnóstico definitivo. Sin embargo, para él
no fue más que otra prueba de fuego a la cual enfrentó con mucha aceptación y
valentía. Decía: “Si muchos chicos tienen cáncer, ¿Por
qué no voy a tener yo?”. Jamás se enojó con la enfermedad, aunque por momentos
tenía ciertos cambios en el humor debido a sus dolores. “En el hospital veía
chicos con un cáncer más avanzado, y para él eso era peor mucho peor”.
Desde aquella operación, en julio,
hasta fines de septiembre no regresó a Corrientes. Durante ese tiempo se
sometió a duras sesiones de quimioterapia que reducían sus defensas a cero y no
le daban posibilidad alguna de pensar en salir de la camilla. Pero si hay algo
que el tratamiento jamás pudo hacer, fue arrancarle lágrima alguna o prohibirle
alguna risotada cuando la situación lo ameritaba. Este luchador, se convertía poco a poco en un súper-niño calvo, como todo paciente oncológico.
Sus inmensos cachetes iban perdiendo forma y su pelo se caía por mechones, aunque esto no alcanzó a verlo porque su papá llegó a tiempo para raparlo. Crecía sin parar, pero también adelgazaba muy rápido. En sus paseos dentro del hospital, fue un blanco perfecto para los simpáticos payamédicos que le arrancaron más de una carcajada; visitó la cancha de River y conoció a un par de jugadores gracias a una fundación que cumplió sus deseos. Su rostro jamás perdió la pureza del niño que era.
Sus inmensos cachetes iban perdiendo forma y su pelo se caía por mechones, aunque esto no alcanzó a verlo porque su papá llegó a tiempo para raparlo. Crecía sin parar, pero también adelgazaba muy rápido. En sus paseos dentro del hospital, fue un blanco perfecto para los simpáticos payamédicos que le arrancaron más de una carcajada; visitó la cancha de River y conoció a un par de jugadores gracias a una fundación que cumplió sus deseos. Su rostro jamás perdió la pureza del niño que era.
El regalo más preciado
Finalizadas sus sesiones de quimioterapia,
había llegado el momento de volver a casa un rato. Y fue así, como una tarde de
septiembre, la monotonía exuberante del aeropuerto de la ciudad desapareció
unos instantes para convertirse en una fiesta improvisada repleta de sonrisas.
Se respiraba alegría por doquier. Nico llegó en la silla de ruedas que lo
acompañó hasta lo último, y fue recibido entre un sinfín de lágrimas y abrazos;
de esos que derriten hasta el corazón de un glaciar.
Su imagen, para quienes lo habían
visto por última vez en julio, era otra: llevaba una remera de River,
autografiada por sus ídolos, que le quedaba muy holgada; y una gorra que le
había regalado su prima, sin saber que se convertiría en un comodín de su
vestuario cotidiano. Estaba muy pálido y débil, se lo notaba cansado. Pero algo
en él tenía luz propia. Además de su sonrisa contagiosa; Nico transmitía con su
mirada una señal de fortaleza tan maravillosa, que de sólo verlo, uno sentía que realmente valía la pena estar vivo.
Su visita fue corta, no duró más de
una semana, pero la intensidad con la que se vivieron esos días fue única e
irrepetible. Incluso el aire se hacía menos pesado teniendo su presencia, que
llenaba de luz cualquier lugar que pisaba. Nico visitó a sus compañeros del
colegio, que lo recibieron con una fiesta cargada de buenas energías y un
cariño inmenso. Sus profesores, amigos y sus familiares, e incluso chicos que
apenas cruzaban unas pocas palabras con el, deleitaron a todos con las
sensaciones gratas que sus rostros experimentaban al verlo.
Pese a la energía vital que se
percibieron durante esos días, Nicolás debía regresar a continuar su
tratamiento, que consistía en sesiones de radioterapia, un sistema más potente
que la quimio. El procedimiento que le realizaron implicó una mayor corrosión
de sus defensas; e incluso se notaba que se trataba de un método tan fuerte,
que la zona abdominal, tomó un color tostado; cual si fuera un bronceado en
forma circular, producto de la forma e intensidad de los rayos que le eran
suministrados.
Ya con el pelo un poco crecido, pero
estando aún mucho más delgado, Nico emprendió su regreso definitivo luego de
pasar casi 5 meses entre el hospital y la residencia donde descansaba luego de su
tratamiento oncológico. El regocijo de sus allegados era sumamente increíble,
particularmente porque la fe y las expectativas positivas que tenían sobre la
situación se enraizaron en la idea de que la pesadilla había terminado. O
quizás, solo prefirieron auto convencerse de ello para no emitir micro
expresión alguna de tristeza o desazón frente a él.
Las molestias jamás se disiparon. Sin
embargo, había algo que aumentaba notoriamente en él: su inmensa fe, a la cual
se aferró con mucha fuerza. Numerosas veces contó a sus padres que conversaba
con Jesús, por que era amigo suyo. Desde chico siempre quiso tener un don. Decía
que Rocío, su hermana, siempre tuvo muchos dones para pintar, estudiar y otras
cosas más; y él no tenía ninguno, siquiera para jugar al básquet o al fútbol.
Hasta que después de esto que le pasó, le dijo a Mariel: “viste mamá, al final Dios si me dio un don. El de calmar mis dolores”.
Los meses pasaban y con ellos, los
incontables momentos de regocijo junto a Nicolás. Todo parecía efímero, pero
ahora no existe nada más que esos eternos recuerdos de una historia que para aquellos
que la conocen, vale la pena contar. Nico había generado mucha espiritualidad
para consigo mismo y también con sus allegados. Sus últimas conversaciones
tenían una fuerte carga de misticismo.
Dos semanas antes de partir, Nico
pedía casi todas las noches que lo lleven a pasear. La excusa era perfecta:
“hay que disfrutar de la vida”. En esas salidas, adoraba recordar anécdotas de
cuando era chico y reírse hasta el cansancio. Luego de esto, tuvo una
experiencia muy peculiar con Jesús. “Dijo que vino de blanco y fue el momento más feliz de su existencia.
Que ya consiguió la felicidad máxima y que se sentía completo”.
“Una semana antes de fallecer, me
preguntó quienes iban al infierno; yo le dije lo que aprendí en el catecismo: -
Las personas que tuvieron mal comportamiento en su vida y que nunca se
arrepintieron. Pero después siguió: - ¿Quienes van al purgatorio?- Las personas
que hicieron cosas malas y se arrepintieron al menos parcialmente. Finalmente,
pregunta: - ¿Quienes iban al cielo?- Las personas que se solidarizaron con los
demás. Continuó: - ¿Quienes más? - Los buenos. Por último, repregunta: -¿Y quienes
más?- Yo estaba cansada y lo primero que se me ocurrió fue decirle: - Los
enfermos que sufren muchos dolores y nunca le echaron la culpa a Dios- Nico suspiró de alivio; parece que eso era
lo que quería escuchar”.
Esa misma madrugada, Mariel intentó
despertarlo para darle su medicación y no pudo. Tenía los signos vitales muy
bajos y había entrado en un sueño profundo. “Llamé a los abuelos comentándoles
que yo pensaba que podía ser el momento de su partida. Terminé de hablar y se
despertó de repente, como si lo hubiesen alzado de la remera. Vio a su papá y a
su hermana llorando, y les dice enojado: - ¿Qué es lo que están haciendo arriba
mío?”. Sin dudas, no quería verlos
tristes; aunque la situación haya sido realmente increíble.
Sus últimos días los pasó en casa. En
su agonía de paso en paso, pacientemente pudo despedirse de casi todos sus seres queridos. “Recuerdo
que todo comenzó un martes, justo yo me había quedado a dormir ahí. Esa noche
estuvo muy dolorido y antes de dormir pidió a su mamá que me llamara. Cuando
entré a la pieza, estaba recostado mirando la tele y me dice ‘Buenas noches
prima, suerte’; yo lo abracé y le dije ‘Chau Niquito, que descanses’. Esa fue
la última vez que hablé con él”.
Al día siguiente, le avisaron al
pediatra que estaba intranquilo y muy quejoso. A partir de entonces, su doctor
se hizo cargo del tratamiento que lo acompañó hasta el último suspiro. A partir
de entonces no pudo abrir más sus ojos y toda
posibilidad de comunicación, se redujo a algunos apretones de mano, en sus
momentos de lucidez. La madrugada del viernes su respiración se atenuaba
lentamente al igual que sus signos vitales.
El sol se asomaba lentamente por las
ranuras de las persianas. Los indicios de que el día estaba hermoso eran más
que evidentes. La rutina amanecía junto a una inmensa calma y olor a vainilla
en el ambiente. A media mañana, Nico ya se había ido. Su casa recibía poco a
poco a los más cercanos, que cargaban con un brillo en sus ojos y cuyos rostros
reflejaban la más profunda serenidad. Su sufrimiento había terminado y sólo
quedaba una cosa por hacer: aprender a
ser feliz aún con el más profundo dolor. Como él.
ALEGRÍA INTENSIVA.
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